null Intervención del Presidente del Principado de Asturias, Adrián Barbón.
11 de octubre de 2019
Presentación del libro homenaje a Fernando Morán

El primer destinatario de mis palabras es, lógicamente, Fernando Morán. Para mí, como presidente del Gobierno del Principado, es un honor participar en este reconocimiento público a su trayectoria. Por ello, les agradezco sinceramente que me hayan ofrecido la oportunidad de compartir la presentación de este libro.

Seguramente, quienes estamos aquí tenemos una idea similar sobre Fernando Morán. Es probable que si nos pidieran que seleccionásemos una gavilla de cualidades del hombre y del servidor público, del intelectual y ex ministro que homenajeamos, coincidiríamos en muy buena medida en apuntar las mismas virtudes. Si algo original y distintivo puedo ofrecer es mi propia perspectiva. Pronto entenderán por qué.

Para ello, permítanme que empiece con unas señas personales. Tengo 40 años. En 1985, era un niño que iniciaba su educación primaria. Nací después de la aprobación de la Constitución y memoricé la tabla de multiplicar cuando España ya formaba parte de la Comunidad Económica Europea.

Mi visión de Morán, por tanto, no puede ser la de alguien que compartió episodios vitales, ni siquiera su momento político. No viví el final de la dictadura, ni la legalización de los partidos y los sindicatos, ni las primeras elecciones, ni los debates de las Cortes Constituyentes, ni recuerdo las expectativas ante la negociación para el ingreso en la Comunidad Europea. Soy uno más entre los millones de españoles y españolas que disfrutamos de la libertad y de la implicación internacional de la España democrática gracias a la labor de personas como Fernando Morán. Podemos proclamar que España está hoy en su sitio, sí pero recordemos que antes no lo estaba: hubo que colocarla donde le correspondía.

Hay una frase muy citada de Albert Camus que nos advierte de que cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. Me parece que no sólo es inevitable, sino también provechoso, porque ese empuje es uno de los motores del cambio. Sin embargo, yo, pese a haber vivido siempre en libertad y democracia, me considero heredero consciente de la generación de la Transición. Lo digo de otra manera: rechazo el discurso que deslegitima ese proceso, el que entiende que nuestra democracia es poco más que un sistema manufacturado desde arriba, para el pueblo pero sin el pueblo, por el franquismo terminal para impedir una ruptura.

Y lo rechazo casi con el mismo razonamiento que expone Fernando Morán en el libro que hoy presentamos.

“Es una simplificación inadmisible no dar cuenta de la presión que el ambiente, creado por el pueblo en general, que reclamaba su protagonismo, imponía. El grado de conflictividad era alto, el de movilización, muy importante (…) Uno de los factores que las versiones revisionistas de la Transición olvidan o reducen es el entusiasmo. En la Transición estábamos inquietos, pero estábamos, como todos, dominados por el entusiasmo”.

No me cuesta imaginarme ese entusiasmo. Cómo no iba a haber una ilusión colectiva ante ese abrir las ventanas, correr los cortinajes para que entrara la luz después de la rancia y larga noche del franquismo. No, no me creo que la Transición fuese un trampantojo, placebo para calmar las ansias de libertad.

La democracia se ganó, como se ganó otra aspiración, la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, eso que hoy se llama Unión Europea y de aquella se conocía como mercado común. En 1985, Europa tenía un triple significado: garantía democrática, prosperidad económica y derechos sociales. Franquear sus puertas conllevaba la credencial de democracia plena, equiparable a Francia, Alemania o Italia, a todos los países que entonces se ofrecían como espejos a los españoles.

Morán fue el titular de Asuntos Exteriores que lideró las negociaciones que permitieron la firma del Tratado de Adhesión a la Comunidad Económica Europea. Sólo por eso, merecería este homenaje. Como anota mi exprofesora Paz Andrés Sáenz de Santamaría en este mismo libro:

“Es ocioso decir que la incorporación de España al proceso de integración europea es el mejor haber que ha podido alcanzar un ministro de Asuntos Exteriores en nuestra democracia”

El avilesino Fernando Morán fue el ministro que hizo realidad el gran anhelo colectivo de una España europea, reconocida como un país libre y democrático que empezaba a edificar su Estado de bienestar.

A propósito, tampoco esta incorporación fue un obsequio, una concesión al gobierno español. Invito a leer las memorias del propio Morán cuando recuerda cómo fueron desarrollándose las negociaciones, qué grado de complejidad alcanzaron y hasta qué punto fue importante su capacidad diplomática para trabar una buena relación con sus colegas franceses Claude Cheysson y Roland Dumas. O a repasar la prensa de la época, para comprobar con qué saña se criticaron los contenidos del acuerdo o a nuestro ministro.

Pero eso es harina de otro costal. Si digo que la entrada en la CEE fue el gran hito en la trayectoria política de Morán es porque quiero llamar la atención sobre otros rasgos de nuestro homenajeado. Si leemos su biografía, llega un momento en el que parece predestinado a ocupar el Palacio de Santa Cruz como un rumbo inexorable. ¿Quién, si no Morán, para hacerse cargo del Ministerio de Exteriores en el primer gobierno socialista? Y, pese a ello, pienso que lo que lo realmente le define es su fortísima vocación de servicio público, una constante a lo largo de toda su carrera diplomática y de su andadura política, fuese cual fuera el puesto que ocupase: senador por Asturias, diputado en el Congreso, europarlamentario o concejal en el ayuntamiento de Madrid.

En cada uno de esos pasos, Morán siempre hizo gala de una honestidad política intachable. No cabe imaginar un Morán cínico, que diga lo contrario de lo que piensa, que vista su discurso a lo que mande la moda del momento, que traicione sus convicciones, asentadas en su notable formación y capacidad intelectual. Esa actitud, con su punto de orgullo y su aire de sempiterno despiste, casi tan sempiterno como su cigarrillo, le hizo respetable para propios y extraños, una graduación que rara vez se obtiene en la vida política.

Dije al principio que lo más original que podría ofrecerles hoy es mi perspectiva, la de alguien nacido en la democracia y criado desde niño con España integrada en la construcción europea. Es lo que he intentado con mis palabras. De la misma manera que cada generación recibe el derecho a reinventar el mundo, tiene el deber de encontrar las mejores referencias entre sus predecesores. Fernando Morán es una de ellas. Este homenaje no sólo le hace justicia a él: honrarle es también un acto de justicia con la Transición y con la democracia española. Esto es oportuno subrayarlo hoy, cuando desde el independentismo y desde otras exhalaciones del populismo, dentro y fuera de nuestras fronteras, se ponen tanto en cuestión la calidad del sistema democrático como el gran proyecto de la Unión Europea, dos de los objetivos por los que tanto trabajó. Yo hoy aquí, en esta sede de la Escuela Diplomática, reivindico la Unión Europea y la categoría democrática de España. Y me permito hacerlo en nombre de Fernando Morán.

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